Vagos, pero insistentes recuerdos

A la luz de la luna siempre nos encandilábamos, torciendo nuestro rostro por el miedo a que nos devorace uno de esos monstruos nocturnos que su imaginación había creado para deleite de nosotros.

 

No sé por qué los eventos de la infancia, más que desvanecerse con el correr del tiempo, nos dejan una huella que perdura en la bruma de recuerdos almacenados en nuestra memoria. Hace algunos años falleció mi abuela. Todos la estimábamos mucho, inclusive mi padre, sin importar lo difícil que fue para él acostumbrarse a llamarla mamá y no suegra, por lo maquiavélico de lo que esta corta y última palabra encierra. Y que en su caso particular la prefería, ya que la  señora insistió tanto en que mi madre no se casara con un partido que no era de su agrado, pues según ella mi padre era un trasnochador y un sinvergüenza de primera categoría. Sin embargo, nada pudo hacer la pobre anciana para evitar que un «cafre» le robase su más bella flor, limitándose a decir » el amor es una pendejada y mi hija una pendeja de primer nivel».

El día del velorio mi viejo se vistió como de fiesta. Llevaba el mismo elegante traje negro que usó aquel caluroso día de marzo cuando se casó con mi madre. Una gruesa corbata negra con puntos rojos. Brillantina en el cabello. Lloriqueaba. Recuerdo que siempre la visitábamos mis dos hermanos mayores y yo, y éramos recibidos por la anciana con gran algarabía. Nos regalaba  dulces y otras cosas que extraía de los rincones de la casa con gran sigilo como si se tratase de un tesoro oculto a los ojos perniciosos de los demás, tesoro que había permanecido escondido por mucho tiempo esperando nuestra llegada. Y así empezaba que un carrito para vos, que un soldadito de plomo para este, que una estampita desteñida de la Santísima Virgen de Guadalupe para mí. Esperábamos al acecho, con ansias, la hora del refrigerio, que consistía en unas cuantas galletas rancias y un poco de refresco, y nos preparábamos con los vasos mas grandes, lo cual resultaba un ejercicio penoso para mí, ya que mis hermanos por ser los mayores llevaban siempre la delantera y me rezagaban al último sitio de la espera.

Ah! la abuela, la tierna y blanca abuela y su ritual de repartir el refresco me hizo caer en la cuenta que yo, al igual que mi padre, tampoco era de su total agrado. Mientras a mis dos hermanos les llenaba hasta el copete sus respectivos vasos rebosantes de burbujas, yo tenía que conformarme con ver la mitad de mi gigantesco vaso cargando ese líquido raro y maravilloso tan apetecido, mezcla de muchas cosas y que llamábamos refresco.

Los ojos de la abuela eran azules intensos, los míos café claros como los de mi padre; y quizás por esas diferencias, cuando nuestras miradas se encontraban, quedaba en el aire una especie de aroma a cálices muertos y tormenta. Durante buen tiempo se repitió el ritual de las galletas y el refresco, del gigantesco vaso de refresco lleno hasta la mitad y las azules e intensas miradas de la abuela que anunciaban la tormenta. Al pasar de los años, y por no dejar una rutina a la cual nos ha costado acostumbrarnos, seguíamos visitando a la anciana. Ya no habían galletas y tampoco refresco. Habíamos crecido y nuestros gustos se tornaron mas exigentes. La hora del almuerzo era la esperada y la carrera loca en busca de un recipiente inmenso se había detenido, ordenado. Nos sentábamos a la mesa y nuestra querida abuela nos servía, junto a un ayudante, porciones de manjares de forma equitativa, incluso yo, por ser el menor, tenía algunas preferencias. Mis hermanos callaban.

No sé por qué la extraño tanto. Tampoco puedo entender la sensación que sentí en su velorio cuando, al lado de mi padre, la observaba tendida en su ataúd y solo me vino el recuerdo del «puto e inmenso vaso de refresco lleno hasta la mitad». Pude sentir que a través de la mano de mi padre que me sostenía, bajaba un efluvio de irónica sonrisa mientras observaba fijamente a la vieja, la dulce anciana de los blancos cabellos e intensos ojos azules que nos durmió tantas veces en su regazo, contándonos fantásticas historias como jamás he leído.

(Ricardo Gálvez)

2 pensamientos en “Vagos, pero insistentes recuerdos

  1. Queridos amores llamados, amigos,
    Asalté en este nuevo año, las ideas
    le robé a los días unas horas, para disfrutar sus presencias
    estoy dibujando con letras, tal cual amante sin distracción
    los mundos interiores.
    Estos tienen una rampa sin fin
    y en ellos gravito, e intento escribir todas las mentiras que viven aquí y ahí dentro,
    al final ellas bellas o terribles, se despojan de mí. y cobran vida……………………..
    a pesar de recibir este don el amor de ustedes hacia mí, siempre me hace falta su presencia,
    Un beso largo y un abrazo fuerte.

    Porque los que estamos ligados a la vida,
    estamos ligados a la muerte,
    ligados al amor, al dolor, al rencor.

    Ellos sin mí, yo sin ellos
    El frío me despertó pensando en ellos
    yo sonreía
    ellos morían.

    Ellos vestían de risas, mi amargura

    yo aprendía a estar en todo lugar

    Fraterno y seguro.

    Uzpeña

  2. Bienvenido a este tu espacio. Gracias por el poema. Por aquí nos reencontramos y crecemos juntos, y caminamos juntos otra vez, y otra vez ratificamos la necesaria condición de amigos. Abrazo grande y saludos inmensos desde Alemania por ahora abrazada por el frío.

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