Justo mejía: Recreación de su rebeldía (Carlos Elías)

 

Justo Mejía. Recreación de su rebeldía

Subió río arriba buscando el origen  del mismo. Al ver que  era tarde decidió suspender el recorrido  y regresó a casa. No le contó a nadie  lo que había hecho. De todas maneras las «Alas Blancas» que llevaba  eran buena justificación. Su mamá las hizo en sopa  de arroz aguado. Suculenta cena. Sí;  cena. No iban ellos a respetar el protocolo de comidas  si solamente aquello había para  cenar.

No concilió el sueño. Pensando y preguntándose de donde venía el río. No tenía valor de preguntarle a alguien, pues siempre que preguntaba  cosas le  replicaban con un cállate bicho loco, vos solo tonteras decís. Aunque aquello para él no era tontera alguna.  Al fin y al cabo de un lado tenía que venir el río y él quería saberlo.

Al día siguiente aprovechando que era domingo, agarró de nuevo  río arriba,  esta vez llegó más lejos,  pues conocido el camino se detenía menos y avanzaba más… en un momento el hambre le apretó,  pero aquellos parajes  daban lo suyo y entre mangos sazones, marañones y motates de los piñales, mitigó con creces el pedido del estomago que, dicho sea de paso, estaba acostumbrado a poco alimento.

Pero pasó lo mismo de nuevo y la tarde  apareció, amenazando devorarlo. Decidió suspender de nuevo y bajar por la ribera del río, hasta la casa.  Ahora llevaba cangrejos y pepescas que, aunque le había quitado tiempo apresarlos, le  permitían  justificar sus largas ausencias de  casa.

En la casa, más bien le  ensalzaban por ser un buen proveedor y no le ponían atención a nada más. Él se acostó pensando siempre en lo mismo, y peguntándose de donde vendría el río.

Su padrino era caporal de la finca donde vivián como colonos, y siempre que le veía le daba un par de centavos para los dulces. Había en ese encuentro de padrino y ahijado un cruce de palabras y símbolos, y luego se marchaban satisfechos del deber cumplido, pues en verdad eran buenos cristianos. Al caporal  ya le habían comentado de que  su ahijado era curioso… y bien sabía él que los que preguntaban por las cosas generalmente terminaban emproblemados.. un poco le preocupaba, pero se consolaba, diciéndose que solo eran   cosas de cipotes.

Recorrió el río varios días, y nunca le daba fin, siempre le agarraba la tarde  y tenía que regresar sin la respuesta que quería,  y  en ese afán  otras preguntas  surgían  y  la verdad que la curiosidad le picaba y las respuestas no le llegaban, o no le satisfacían. Un día le preguntó a su padrino, agarrando  mucho valor para  ello, que hacían los dueños de la finca con todo el pisto que ganaban. El padrino quedo descolocado, pues ni él se había hecho semejante pregunta, y solo acertó a decirle… «lo ponen en el banco  ahijado, lo ponen en el banco». El caporal se quedó entre pecho y pecho con la misma pregunta y  pensaba en su ahijado y sus correrías.

Siendo ya un jovenzuelo,  agarró trabajo de peón para ganar algunas fichas, pero no se sentía nada a gusto, pues allá en el fondo tenía la idea que la paga  no era nada a todo lo que él producía,  sentía que  había algo que no cuadraba y no entendía porque, pero sentía una relación entre la pareja de guardias nacionales que había en la finca y esas preguntas que se hacía. Sobre eso a nadie le dijo nada, pues el mismo se sintió afectado por  lo que iba sintiendo y comprendiendo y algo le daba  cosquilleo aquello; como un presentimiento de que se iba acercando a la verdad de aquellas preguntas que se hacía.

Un día  de tantos, en el pueblo escuchó un discurso de unos universitarios, que curiosamente  le contestaban las preguntas que él se hacía una y otra vez y que a nadie se las externaba, pues sentía un no sé qué. Sentía que en todo eso había un misterio. Escuchó por vez primera la palabra injusticia. Se sintió identificado con aquello, pues  él solamente había escuchado hablar de justicia divina y nada más.

Tenía ya  veinte años, la piel curtida,  enorme experiencia en el trabajo, mil preguntas  en su cerebro, y una fortaleza y tenacidad que le venía de los días aquellos en que caminaba río arriba buscado el origen del río donde se bañaba.

Se acercó  con un dejo de timidez al universitario. Lo escuchó hablar y tomó como un tesoro para si mismo otra palabra nueva que le  gustó mucho: Organizarse.

Esa palabra le  sonaba con un eco infinito en sus pensamientos, por eso  buscó y buscó, hasta que pudo organizarse, y una vez en la organización, siguió buscando río arriba, el origen de todo, lo cual le hizo destacarse y convertirse en un dirigente campesino, y procuró siempre  llevar esa palabra a la gente. Sin embargo, también encontró respuesta al misterio de  la presencia de los guardias nacionales: Una comisión de guardias nacionales lo buscó y lo asesinó;  así como lo hacían ellos, con  lujo de  violencia y barbarie, pues para eso eran autoridad. Desde entonces Justo Mejía, así se llamaba aquel  campesino  de inteligencia nata, quedó en la conciencia de los campesinos, buscando las respuestas a las preguntas que los inquietan, desde ese espacio que él  luchó por instaurar como un derecho de la gente: Organización para luchar contra la injusticia,  por eso  en esos parajes campesinos suenas los estribillos de Justo Mejía: Acérquese compañero, A reclamar su salario, Porque es lo que exigimos, Todos los revolucionarios, Nosotros lo que exigimos, Salario de 11 colones, Y también lo que exigimos, Arroz, tortilla y frijoles.

(Carlos Elías)

Demonios que provocan mis gritos (Carlos Elías)

 

He caminado tanto. Nunca me senté a la  vera del camino. Caminé y caminé, impulsado por un deseo, por una esperanza, por unas ganas  de algo que yo mismo sabía definir con exactitud. Así en ese caminar, tuve trifulcas  que  definieron mi serenidad. Golpeé rabioso hasta sangrar al jovenzuelo que osó sacarme, a su vez, sangre  de mi naríz propensa al desangramiento, todo eso frente a  un círculo de hombres maduros que aprobaban sabiondos aquel proceder. Yo quedé satisfecho de orgullo. Ellos también quedaron satisfechos de su juicio, y el  otro cipote quedo con su cara morateada pero sin sangre.  Así pulí mi ser. Decidí que mi retaguardia segura no era mi fortaleza física, y decidí que la injusticia había que combatirla. Así cultivé en mi vida un poco de ingenio, un poco de desdén, un poco de insolencia, un poco de sicología práctica. La suficiente para  manipular aquí , allá, lo justo para que mi endeblez física no se hiciera notar lo suficiente.

A hurtadillas tomé dinero que no era mío  para satisfacer deseos de  un mozo que  gustaba jugar futbol en la barriada. Leí a Emilio Salgari como un asiduo lector, conocí de piratas, de valor, de audacia, de peleas, de honor, de amores. Por esa vía  llegué a mundos nuevos. Julio Verne era mi amigo,  y viaje en mi vida  a estas alturas venta mil leguas de viaje andarino.

Fui cortador de café bajo fríos intensos. En aquellos grandes cafetales me perdí varias veces, y lloré al principio;  y luego entendí que siempre había estado perdido. Leí de Robin Hood,  que se mezclaba con noticias inquietantes de los periódicos , esos que aún subsisten y que aún envenenan.

Los muchachos se alzaban en armas y yo tan solo podía ir a comprarles cigarros,  mientras pedía por ellos en mi corazón de romántico justiciero. En ese ir y venir le pedí a dios una barba, que me concedió. Después le pedí un  fusil que también me concedió. Pero no fue fácil ese camino: Ví a la muerte que danzaba alegre en el festín,  supe de sus  antojos. La ví  eructar  luego de saciarse hasta el hartazgo. La vi beber sangre con una sed   infinita, y la vi al final, sonriente, enseñando sus blancos dientes, incrustados entre huesos viejos, que la sostenían.  Y eso me revuelve todo, me hace gritar desgarradoramente; grito que se hace lágrima, mientras rememoro  los seudónimos de   combatientes caídos, mientras recuerdo con tristeza la  facilidad con que el Ejército del Estado se deshacía de las personas de   caseríos enteros. A la muerte  también le ganábamos algunas partidas:  En aquellas hamacas  improvisadas llevábamos nuestros  heridos, buscando la curación. Al salvarse ellos, me salvaba yo; al morir ellos, una parte mía también moría. Por eso no estoy completo. Mutilado estoy de una parte de mi alma, que reclama  día  a día por esos desaguisados sociales, que provocan  jolgorios de muerte  interminables.

La justicia no llegó. Quizás es más malvada de lo que pensamos, o nosotros somos más demonios de lo que  creemos.

  Pues bien, así como me sucedió a mí, le sucedió a muchos otros. Nuestras agitadas vidas pueden contar  que entre  toda esa vorágine de  vidas incendiadas, la única calma era la joven bonita que  nos daba una sonrisa y nos daba un premio mayor: copulábamos con tanto ardor y pasión,  que aquellas jóvenes  nunca se han sentido tan bien amadas. A pesar de la ordinariez  de nuestras vidas, teníamos  en esos momentos una explosión de sensibilidad, que  las  muchachas querían siempre más, pero la noche también era peligrosa y había que hacer posta. La huesuda acechaba. Quiero decir que la alegría y la felicidad solo era estrella fugaz en aquella noche oscura.

Entre llevar cigarros y café a los compas y tener mi propio Ak en las manos,  hubo un largo trecho; manifestaciones, charlas, lecturas, reclutamientos, peligros, pintas, mantas, bombas, papas, molotov,  clases, cárcel, torturas, golpizas, entrenos rudimentarios, procesamientos, declaraciones judiciales, risas, tristezas, operaciones militares, presos, prisioneros, colaboradores,  traidores, combates,  escaramuzas, campamentos,  formaciones militares, ofensivas,  ordenes, guerra, emboscadas, organizaciones,  procesos sociales, muertos, paz, fusiles, heroísmo,  sangre, lágrimas.

Todo eso al por mayor. La regla, no la excepción, la norma, el pan de cada día. Resultas de eso cada sobreviviente es un libro ambulante: hombres con cicatrices en sus almas, que somos selva  virgen a la sicología. La justicia nunca llego, a cambio solo  cultivamos  angustia.. que se quita únicamente con  gritos desgarradores que asustan lo poco que quedó de nuestras veteranas almas, que preguntamos compungidas ¿por qué  señora justica, sos tan esquiva y tan voraz, que  reclamas sin  miramientos  sacrificios tan horrendos, para poder acercarnos un poquito a su realización?.. ¿es  que a los siervos de la gleba, siempre nos tocará así?

(Carlos Elías)

Cabalga, corazón

En este azul que desfallece y corre hacia la noche he aprendido a verte, a sentirte en el aire que se inflama de sombras, poco a poco. Y es que un sol moribundo que estalla débilmente en las piedras, es también el recuerdo que se vuelve presente. Deambula aquí, se me enreda y hace que este sitio tome forma de hogar. Los tranvías cercanos explotan en miradas y graban en los rieles negros su beso de hierro, mientras la vida, agitada, indecisa, atraviesa la calle después de que una luz verde le indica su marcha. Y estás tú entre sus rostros, siempre tú y la infinita bondad de los besos rompiendo secretos y arcanos eternos. Estás tú en este sitio que, al igual que mi tierra, tiene historias de sangre.

Al recordar mi invierno, escucho un permanente quejarse de la lluvia en los tejados, y vuelven a mis ojos las visiones de caminos y veredas que no tenían rumbo. Abandoné la casa. A falta de estandarte que gritara mi gloria, llevaba entre las manos una huella de polvo de esas que se recogen en las calles, campamentos y cárceles. También una promesa, que era un eco de voz y tu rostro brillando en un retrato arrugado que guardaba con celo en uno de mis bolsos. No tenía más que eso. No tenía la dicha de esperarte cada tarde para perdernos juntos en esta vena de asfalto. Y así corrí mi mundo, mi invierno permanente donde todos los puertos resultaban de sangre.

Ahora estás ahí, entre esos rostros que vuelven del trabajo. Mi trópico atrapado en el recuerdo, aún busca tus manos que se deslizan suaves sobre la piel del rostro. Ahora me he quedado en ti, y eso me agiganta y me hace de huesos y carne que abandona su miedo en otra carne. Cuando entra la noche puedo encontrar en ti la parte que me falta, esa que se extravió entre las morgues y los cafetales verdes, y los rezos y lágrimas. Esa que respiraba dolor en cada grito de mi madre o mi padre al ver su savia herida. Esa que aún reclama los patios de los niños jugando a las canicas, lugares que más tarde se trocaron en muerte. Ahora estás aquí y me pierdo en tus labios.

 

CABALGA, CORAZON

A veces se confunden las palabras,
se detienen de pronto en esos sitios,
viejos sitios,
de raros temblorosos,
y la sangre pregunta por arterias
y los cuerpos no encuentran melodías.

Es dificil pensarse sin costuras,
sin lamentos,
sin sudores que dejan en la boca
la memoria de losas donde yace
el terror detenido en las pupilas,
y una sombra,
como un beso de oscuros avatares
que disponen su sitio a nuestro pecho.

Xibalbá que conoces de caminos
donde se habla de sueños expropiados,
y campanas doblando por los huesos
y amuletos de mínimas distancias,
no niegues a tu tiempo otra madera,
no impidas que la llama te descubra
el signo del amor en su sonrisa;

busca en ella los pasos que te faltan
para alzarte con todas las visiones,
busca en ella,
desciende hasta los labios
que jamás soportaron los metales;
busca el simple pilar de la ternura
donde, quietas, las lágrimas reposen,
como gotas de lluvia en los cafetos,
y descubre que a todos tus abismos
les florece una piel que sabe a gloria.

(Ricardo Gálvez)

Piensa en mí

 

Piensa en mí cuando beses,

cuando llores también piensa en mí”.

Escuché esta canción en una fonda allá en Guatemala. Era uno de esos lugares que abundan en el trópico y que acogen a toda clase de personajes y de almas miserables que van por la vida buscando algo inconcluso, sin nombre. Cuatro paredes cubiertas por todo tipo de posters y algunos rótulos de cervezas. El piso de tierra y sobre él algunos bancos y mesas de madera. La luz tenue y como enfermiza, cubierta de humo; y en el fondo del cuarto lo que podríamos llamar la barra, atendida por una mujer entrada en años. Arrimada a una de las paredes, la rocola de donde emanaban como aire extraño las notas de esa melodía que me trasladó casi de inmediato hasta otro lugar y tiempo de mi vida.

El año del comienzo de mi bachillerato fue para mí un año lleno de gracia. Por sobre todas las visiones de terror que me vendrían después ese tiempo me dejó un sabor a hembra entre los labios. En las manos aún puedo sentir ese temblor de primerizo que se aferra a una piel distinta, y el deseo vuelve para instalarse en cada fibra de mi cuerpo, ahora atrapado en la ausencia. Se llamaba Mirna. Era el producto de una crisis que se agudizaba en mi país y que poco a poco iba dejando sus marcas de dolor y muerte en las áreas rurales. Debido al conflicto armado gran parte de esa población rural había tenido que emigrar hacia la capital con solo lo que traían puesto. La única esperanza para muchos jóvenes, si es que a eso puede llamársele esperanza, era incorporarse a las filas del ejército y sobrevivirlo, o lanzarse a la conquista del sueño americano, algo que para ese tiempo comenzaba ya a ser más difícil, debido principalmente al incremento en los costos de los encargados de realizarlo. Así aparecía Mirna. Una mujer de unos treinta años de edad que había llegado huyendo de la guerra. Era una mujer hermosa. Tenía el encanto de las tardes entre las frondas y me atrapó de golpe la visión de sus pestañas, que coronaban dos ojos envueltos en luz solar vertida en un campo de trigo. Sus labios, al entreabrirse, aparecían en el centro de mi adolescencia con la fuerza de dos ciclones rojos, llenando de sangre y latidos acelerados cada micra de segundo. La primera vez que la vi llevaba un vestido rojo, recatado y que reflejaba con fuerza el brillo de su cabello largo y negro, haciendo énfasis en su piel blanca. Era un sol inalcanzable. Ella y su marido se instalaron en uno de los cuartos del mesón donde vivíamos desde hace años. El mesón era un predio gigante, propiedad de unos turcos, donde estos habían construido bloques de cuartos de 25 metros cuadrados, y que muchos años antes había sido utilizado como hospedaje para albergar a los empleados de un almacén gigantesco, que también era de su propiedad, así como a los cortadores de café de las fincas aledañas quienes se quedaban ahí para la temporada de corta. Ahora albergaba a familias enteras que vivían ahí de forma permanente, y donde mi padre construyera muchos sueños y mi madre diera a luz a mi hermana pequeña.

Reynaldo, el marido de Mirna, era un miembro del ejército que trabajaba como mensajero en el hospital militar. Era un tipo bajito, moreno y cabello negro recortado, algo fornido y con la mirada oscura siempre en todo. Creo que la experiencia de la guerra lo había hecho crecer en desconfianza, algo que disimulaba muy bien, ya que siempre andaba sonriendo y se mostraba muy dicharachero, lo que lo hacía más impredecible y peligroso. En realidad a esa gente que llegó del interior del país al mesón todos le teníamos miedo. Era gente rara y en su mayoría estaban vinculadas a los nefastos cuerpos de seguridad y a organizaciones provenientes de la llamada ORDEN, que podría considerarse el inicio de los terriblemente celebres escuadrones de la muerte. El cuarto de la pareja daba de frente a una especie de muro que servía de protección para no caer a un barranco formado por la diferencia de nivel, y donde estaba instalada una bodega del ministerio de educación Yo vivía, junto con mis padres y hermanos, frente a los lavaderos en el primer cuarto del bloque que daba directamente perpendicular al pasillo del bloque de cuartos de los nuevos vecinos. Ellos vivían en uno de los cuartos casi al centro del bloque y para llegar hasta los lavaderos, sanitarios y duchas colectivas que se encontraban situadas en cada esquina de su bloque, debían desplazarse por el estrecho pasillo en dirección hasta donde yo permanecía la mayor parte de mi tiempo durante las mañanas, es decir, en frente de mi cuarto. Mi padre era obrero y trabajaba en una fábrica textil desde hace años, pero tenía también una especie de taller de carpintería donde trabajábamos mi hermano y yo, algunas veces. En realidad el taller no era más que un banco de trabajo grande, situado en una especie de pasillo que sobresalía de cada bloque, pero que por alguna razón en el bloque al que pertenecía el cuarto de la familia, era utilizado por los vecinos como patio. Ahí en ese banco tallábamos unas reglas largas de cedro que después cortábamos en piezas, y hacíamos cuadros para poner fotos o alguna otra imagen, producto que luego vendían mis padres en los mercados.

No pasaron muchos días antes de que tuviera contacto con la pareja. Sentían curiosidad y obligadamente tenían que acercarse hasta donde yo estaba. Reynaldo no tardó en cruzar palabras conmigo, pues era yo el que pasaba en el banco la mayor parte del tiempo, ya que mi hermano había comenzado a trabajar en un estudio fotográfico, retocando negativos, tarea que al principio hacía en casa, pero que poco a poco lo absorbió por más tiempo, hasta dejarme solo, pues debía irse a trabajar hasta el estudio. Esos primeros contactos se limitaban a un “Buenos días!”, “¿ Cómo va la tarea?”, “¿ Te paga bien tu papá?” y casi todo por parte de Reynaldo, mientras ella pasaba directo a la caseta de la ducha o se detenía en los lavaderos para hacerse con un poco de agua o lavar algo. Yo la miraba con discreción, podía intuir las líneas de su cuerpo por debajo de su ropa, y eso me ponía nervioso, agitado. Cuando pasaba recién duchada frente a mí, el olor a piel fresca se extendía por todo el lugar y entonces aspiraba con fuerza, como para respirarla, poseerla en esa absorción que me transportaba a lugares desconocidos. Y se volvió constante y esperado en mis mañanas. O las vistas desde mi lugar de trabajo recorriendo el pasillo hasta donde ella, frente a su cuarto, hacia descansar la ropa húmeda sobre el muro. En el instituto tampoco pasaba desapercibida, la tenía presente y las tardes se me hacían eternas. La miraba ahí, entre esas cosas de estudiantes, esos números y logaritmos, y sistemas económicos y pausas. En todo eso que me parecía vano e insignificante, insoportable al acordarme de sus pechos bajo la blusa blanca que vestía esta mañana.

Ella comenzaba a percatarse de mis miradas y del nerviosismo que su presencia me provocaba. Una de esas mañanas, mientras ella lavaba su ropa y yo la miraba con atención, volteó suavemente hacia mí, y por alguna extraña razón me sonrió. Puso sus ropas húmedas y recién lavadas en un recipiente y se retiró hasta frente a su cuarto a colgar la ropa. Yo escondía el rostro. Estaba avergonzado y sabía muy bien el por qué. Luego, en los días posteriores todo se desató. La frecuencia del encuentro de nuestras miradas era cada vez mayor, y mi necesidad de encontrarla en cualquier milímetro del pequeño sector en el que nos movíamos se hizo infinita. Ella lo consentía. Me miraba. Sonreía. Hasta que una noche que volvía de la calle la encontré lavando su ropa. Ella se dio la vuelta un tanto sorprendida, aunque no asustada, y al verme sonrió. Yo sabía que Reynaldo no estaba en su cuarto porque lo había visto partir a la misma hora casi todos los días esa semana, y deduje que le tocaba trabajar de noche. El sector donde nos encontrábamos, frente al cuarto de la familia, estaba escasamente iluminado por un reflector de mediana potencia, ubicado en un poste algo retirado, pero las partes salientes de las duralitas que componían el techo del lavadero, dejaban el rincón donde ella lavaba muy oscuro. Yo era un adolescente, pero fuerte. Me acerqué decidido a ella y mis brazos la rodearon. Podía sentir su respiración pegada a la mía, mientras la besaba. Mis dedos se convertían de pronto en amuletos extraños y cómplices de mis deseos, y exploraban, ávidos, los sitios ocultos de su cuerpo bajo la blusa y falda. Ella me detuvo y me dijo « haremos el amor, pero no comentes con tus amigos». Yo no respondí nada, y me sumí en el paraíso de su olor y su cuerpo.

Los días que le precedieron a esa noche fueron maravillosos. Yo aprendía, jugaba con ella y crecía. Caminaba casi en el aire. Mi madre sospechaba algo, pero callaba. Siempre fuimos cómplices. Éramos felices, y todo se coordinaba con los horarios. Debí detenerme en ese tiempo y morir. Debí quedarme ahí entre sus muslos, para siempre. Debí cambiar el rumbo de la tormenta que se me aproximaba. Pero la vida es la vida, decían los abuelos. Debí detenerme en esa melodía “Piensa en mí cuando beses, cuando llores también piensa en mí”, sonando en una radio lejana mientras hacíamos el amor y desafiábamos al peligro.  Mi padre amaba infinito a mi hermano, siempre fue su preferido. Por eso cuando nos tocó recogerlo de una plancha de cemento en una zona retirada de la capital, lo vi descompuesto, y durante el velorio lo vi llorar como a un niño perdido, y lo oí hablar a Dios pidiéndole una explicación de lo sucedido, cuadro que se repitió años después cuando mataron al otro de mis hermanos mayores. Mirna y su marido se fueron a los meses siguientes. Las cosas no estaban bien tampoco para ellos y era peligroso porque el movimiento urbano los tenía ya ubicados.

Ahora hace norte. Lo siento pasar entre las mesas. Hay un rumor afuera y me parece a un ave. Las aves cantan en la noche, y lo hacen porque tienen augurios. Las de la madrugada anuncian la muerte. Entre mis dedos una espiral de humo comienza a elevarse y se disipa luego al capricho del viento.

(Ricardo Gálvez)