Los ancianos se apartan para dejarle espacio
a las espadas frías del viento de la noche,
las bancas de los parques se van quedando solas
y en las prisiones arden los sueños más sangrados.
Las esporas del crimen recorren las aceras
mientras todos los labios buscan besos de lluvias
donde enterrar sus ritos, nacidos de su siempre
espera de estaciones que sabe ya a cadalsos.
Dos ángeles aguardan en un rincón del mundo
a que llegue su faro; desde una negra cima
les mostrará los campos fermentados del miedo
y sus alas de cisnes se volverán de azores.
La llama de los celos, devorando cristales
y arterias sin legados, anidará en los soles
de sus pupilas limpias, la serpiente que danza
en un vaso de whisky será su regocijo.
Y crecerán besando un raro paraíso
donde las sombras tienen también una corona,
mientras rompen las olas la dorada escultura
que fueron construyendo a base de tormentos.
Ya no tendrán alondras que derramen su trino
sobre las nuevas flores de la pasión quemando
en sus débiles manos; como un beso de sangre
les brotarán las ansias trocadas en espinas.
Cuando ladren los perros al vicio de la luna
les volverán las ganas de tornar a su cielo,
pero nadie ha de darles las señas del camino
y han de seguir atados al temblor de sus carnes.
El cielo está llorando sus perdidos luceros,
el infierno reclama blancas alas perdidas,
a la tierra le bastan sus pasos de centauros
y la música altiva de los labios chocando.
Abraza, noche hermana, mi cuerpo de universos,
ni el cielo ni el infierno pueden izar banderas
en mis naves errantes; la tibia madrugada
develará sus hostias de humanizada sangre.
(Ricardo Gálvez)