La guerra, sí

 

¿Has oído, mamá? Alguien corre allá fuera y los perros ladran asustados, dementes. La lluvia persiste y se puede sentir el peso de las botas cuando rompen los charcos. Suenan oscuras, siniestras y anunciando más muerte en ese río al otro lado de la calle, muy cerca del puente. ¿Has oído?

Roes. Te deslizas, violento, gusano de sangre y de sombras, manchado de pólvora y de fósforo. Roes y miles de gritos y rostros, que ya no son rostros, asoman entonces para sembrar su imperio convulso de tiros en las sienes. Como señas de cigarros, como losas en salas donde se practican autopsias. Mientras en otra casa, en otro lado de la noche, un rostro se desangra y acumula el dolor de toda una vida, sin saber que aún le queda muchísimo dolor por delante.

La noche, sí. Tremenda. Tiene sabor metálico y el puf que sale de un cuerpo abatido al ser pateado en la carrera. ¿Lo has oído? ¿Has oído el grito de un padre pidiéndole a Dios argumentos? ¿Has visto a una madre odiar tanto y pensar en venganzas? Hay caminos nocturnos que conservan la magia de estar siempre silentes y besados por un claro de luna, mientras en sus bordes se derrama un aroma a flores y a verde. Y un día apareces tú para sembrarlos de injurias, lamentos y huesos. Te pierdes en la maraña de arbustos y te muerdes los labios, mientras el frío se hospeda en tus manos. Estás ahí en las veredas pobladas de mitos. Estás ahí en el sitio preciso donde te ladrará el odio, y entonces no tenemos salida.

Cuántas veces oíste
ese rumor de alas
sobre un pueblo espantado,
mientras todo cambiaba en un grito de sangre;
moriste tantas veces que ya cuesta creerte
cuando dices que miras
a esa niña sangrada entre las hojas.

Cuando las sombras dejen que se abreve tu pecho,
si es que pasa,
deberás acercarte con todas las heridas
hasta el centro del llanto,
y desde tus delirios de metralla
y futuros de pólvora
ofrecerte a los rostros que habitan tu presente.

Cuántas veces rompiste los silencios
para fundir silencios y terrores
con lágrimas de madres;
cuántas veces,
cuántas risas de diablo,
cuántos sueños bajando por los ríos
para toparse con la muerte
sostenida en tus manos.

(Ricardo Gálvez)

 

Piensa en mí

 

Piensa en mí cuando beses,

cuando llores también piensa en mí”.

Escuché esta canción en una fonda allá en Guatemala. Era uno de esos lugares que abundan en el trópico y que acogen a toda clase de personajes y de almas miserables que van por la vida buscando algo inconcluso, sin nombre. Cuatro paredes cubiertas por todo tipo de posters y algunos rótulos de cervezas. El piso de tierra y sobre él algunos bancos y mesas de madera. La luz tenue y como enfermiza, cubierta de humo; y en el fondo del cuarto lo que podríamos llamar la barra, atendida por una mujer entrada en años. Arrimada a una de las paredes, la rocola de donde emanaban como aire extraño las notas de esa melodía que me trasladó casi de inmediato hasta otro lugar y tiempo de mi vida.

El año del comienzo de mi bachillerato fue para mí un año lleno de gracia. Por sobre todas las visiones de terror que me vendrían después ese tiempo me dejó un sabor a hembra entre los labios. En las manos aún puedo sentir ese temblor de primerizo que se aferra a una piel distinta, y el deseo vuelve para instalarse en cada fibra de mi cuerpo, ahora atrapado en la ausencia. Se llamaba Mirna. Era el producto de una crisis que se agudizaba en mi país y que poco a poco iba dejando sus marcas de dolor y muerte en las áreas rurales. Debido al conflicto armado gran parte de esa población rural había tenido que emigrar hacia la capital con solo lo que traían puesto. La única esperanza para muchos jóvenes, si es que a eso puede llamársele esperanza, era incorporarse a las filas del ejército y sobrevivirlo, o lanzarse a la conquista del sueño americano, algo que para ese tiempo comenzaba ya a ser más difícil, debido principalmente al incremento en los costos de los encargados de realizarlo. Así aparecía Mirna. Una mujer de unos treinta años de edad que había llegado huyendo de la guerra. Era una mujer hermosa. Tenía el encanto de las tardes entre las frondas y me atrapó de golpe la visión de sus pestañas, que coronaban dos ojos envueltos en luz solar vertida en un campo de trigo. Sus labios, al entreabrirse, aparecían en el centro de mi adolescencia con la fuerza de dos ciclones rojos, llenando de sangre y latidos acelerados cada micra de segundo. La primera vez que la vi llevaba un vestido rojo, recatado y que reflejaba con fuerza el brillo de su cabello largo y negro, haciendo énfasis en su piel blanca. Era un sol inalcanzable. Ella y su marido se instalaron en uno de los cuartos del mesón donde vivíamos desde hace años. El mesón era un predio gigante, propiedad de unos turcos, donde estos habían construido bloques de cuartos de 25 metros cuadrados, y que muchos años antes había sido utilizado como hospedaje para albergar a los empleados de un almacén gigantesco, que también era de su propiedad, así como a los cortadores de café de las fincas aledañas quienes se quedaban ahí para la temporada de corta. Ahora albergaba a familias enteras que vivían ahí de forma permanente, y donde mi padre construyera muchos sueños y mi madre diera a luz a mi hermana pequeña.

Reynaldo, el marido de Mirna, era un miembro del ejército que trabajaba como mensajero en el hospital militar. Era un tipo bajito, moreno y cabello negro recortado, algo fornido y con la mirada oscura siempre en todo. Creo que la experiencia de la guerra lo había hecho crecer en desconfianza, algo que disimulaba muy bien, ya que siempre andaba sonriendo y se mostraba muy dicharachero, lo que lo hacía más impredecible y peligroso. En realidad a esa gente que llegó del interior del país al mesón todos le teníamos miedo. Era gente rara y en su mayoría estaban vinculadas a los nefastos cuerpos de seguridad y a organizaciones provenientes de la llamada ORDEN, que podría considerarse el inicio de los terriblemente celebres escuadrones de la muerte. El cuarto de la pareja daba de frente a una especie de muro que servía de protección para no caer a un barranco formado por la diferencia de nivel, y donde estaba instalada una bodega del ministerio de educación Yo vivía, junto con mis padres y hermanos, frente a los lavaderos en el primer cuarto del bloque que daba directamente perpendicular al pasillo del bloque de cuartos de los nuevos vecinos. Ellos vivían en uno de los cuartos casi al centro del bloque y para llegar hasta los lavaderos, sanitarios y duchas colectivas que se encontraban situadas en cada esquina de su bloque, debían desplazarse por el estrecho pasillo en dirección hasta donde yo permanecía la mayor parte de mi tiempo durante las mañanas, es decir, en frente de mi cuarto. Mi padre era obrero y trabajaba en una fábrica textil desde hace años, pero tenía también una especie de taller de carpintería donde trabajábamos mi hermano y yo, algunas veces. En realidad el taller no era más que un banco de trabajo grande, situado en una especie de pasillo que sobresalía de cada bloque, pero que por alguna razón en el bloque al que pertenecía el cuarto de la familia, era utilizado por los vecinos como patio. Ahí en ese banco tallábamos unas reglas largas de cedro que después cortábamos en piezas, y hacíamos cuadros para poner fotos o alguna otra imagen, producto que luego vendían mis padres en los mercados.

No pasaron muchos días antes de que tuviera contacto con la pareja. Sentían curiosidad y obligadamente tenían que acercarse hasta donde yo estaba. Reynaldo no tardó en cruzar palabras conmigo, pues era yo el que pasaba en el banco la mayor parte del tiempo, ya que mi hermano había comenzado a trabajar en un estudio fotográfico, retocando negativos, tarea que al principio hacía en casa, pero que poco a poco lo absorbió por más tiempo, hasta dejarme solo, pues debía irse a trabajar hasta el estudio. Esos primeros contactos se limitaban a un “Buenos días!”, “¿ Cómo va la tarea?”, “¿ Te paga bien tu papá?” y casi todo por parte de Reynaldo, mientras ella pasaba directo a la caseta de la ducha o se detenía en los lavaderos para hacerse con un poco de agua o lavar algo. Yo la miraba con discreción, podía intuir las líneas de su cuerpo por debajo de su ropa, y eso me ponía nervioso, agitado. Cuando pasaba recién duchada frente a mí, el olor a piel fresca se extendía por todo el lugar y entonces aspiraba con fuerza, como para respirarla, poseerla en esa absorción que me transportaba a lugares desconocidos. Y se volvió constante y esperado en mis mañanas. O las vistas desde mi lugar de trabajo recorriendo el pasillo hasta donde ella, frente a su cuarto, hacia descansar la ropa húmeda sobre el muro. En el instituto tampoco pasaba desapercibida, la tenía presente y las tardes se me hacían eternas. La miraba ahí, entre esas cosas de estudiantes, esos números y logaritmos, y sistemas económicos y pausas. En todo eso que me parecía vano e insignificante, insoportable al acordarme de sus pechos bajo la blusa blanca que vestía esta mañana.

Ella comenzaba a percatarse de mis miradas y del nerviosismo que su presencia me provocaba. Una de esas mañanas, mientras ella lavaba su ropa y yo la miraba con atención, volteó suavemente hacia mí, y por alguna extraña razón me sonrió. Puso sus ropas húmedas y recién lavadas en un recipiente y se retiró hasta frente a su cuarto a colgar la ropa. Yo escondía el rostro. Estaba avergonzado y sabía muy bien el por qué. Luego, en los días posteriores todo se desató. La frecuencia del encuentro de nuestras miradas era cada vez mayor, y mi necesidad de encontrarla en cualquier milímetro del pequeño sector en el que nos movíamos se hizo infinita. Ella lo consentía. Me miraba. Sonreía. Hasta que una noche que volvía de la calle la encontré lavando su ropa. Ella se dio la vuelta un tanto sorprendida, aunque no asustada, y al verme sonrió. Yo sabía que Reynaldo no estaba en su cuarto porque lo había visto partir a la misma hora casi todos los días esa semana, y deduje que le tocaba trabajar de noche. El sector donde nos encontrábamos, frente al cuarto de la familia, estaba escasamente iluminado por un reflector de mediana potencia, ubicado en un poste algo retirado, pero las partes salientes de las duralitas que componían el techo del lavadero, dejaban el rincón donde ella lavaba muy oscuro. Yo era un adolescente, pero fuerte. Me acerqué decidido a ella y mis brazos la rodearon. Podía sentir su respiración pegada a la mía, mientras la besaba. Mis dedos se convertían de pronto en amuletos extraños y cómplices de mis deseos, y exploraban, ávidos, los sitios ocultos de su cuerpo bajo la blusa y falda. Ella me detuvo y me dijo « haremos el amor, pero no comentes con tus amigos». Yo no respondí nada, y me sumí en el paraíso de su olor y su cuerpo.

Los días que le precedieron a esa noche fueron maravillosos. Yo aprendía, jugaba con ella y crecía. Caminaba casi en el aire. Mi madre sospechaba algo, pero callaba. Siempre fuimos cómplices. Éramos felices, y todo se coordinaba con los horarios. Debí detenerme en ese tiempo y morir. Debí quedarme ahí entre sus muslos, para siempre. Debí cambiar el rumbo de la tormenta que se me aproximaba. Pero la vida es la vida, decían los abuelos. Debí detenerme en esa melodía “Piensa en mí cuando beses, cuando llores también piensa en mí”, sonando en una radio lejana mientras hacíamos el amor y desafiábamos al peligro.  Mi padre amaba infinito a mi hermano, siempre fue su preferido. Por eso cuando nos tocó recogerlo de una plancha de cemento en una zona retirada de la capital, lo vi descompuesto, y durante el velorio lo vi llorar como a un niño perdido, y lo oí hablar a Dios pidiéndole una explicación de lo sucedido, cuadro que se repitió años después cuando mataron al otro de mis hermanos mayores. Mirna y su marido se fueron a los meses siguientes. Las cosas no estaban bien tampoco para ellos y era peligroso porque el movimiento urbano los tenía ya ubicados.

Ahora hace norte. Lo siento pasar entre las mesas. Hay un rumor afuera y me parece a un ave. Las aves cantan en la noche, y lo hacen porque tienen augurios. Las de la madrugada anuncian la muerte. Entre mis dedos una espiral de humo comienza a elevarse y se disipa luego al capricho del viento.

(Ricardo Gálvez)

Vagos, pero insistentes recuerdos

A la luz de la luna siempre nos encandilábamos, torciendo nuestro rostro por el miedo a que nos devorace uno de esos monstruos nocturnos que su imaginación había creado para deleite de nosotros.

 

No sé por qué los eventos de la infancia, más que desvanecerse con el correr del tiempo, nos dejan una huella que perdura en la bruma de recuerdos almacenados en nuestra memoria. Hace algunos años falleció mi abuela. Todos la estimábamos mucho, inclusive mi padre, sin importar lo difícil que fue para él acostumbrarse a llamarla mamá y no suegra, por lo maquiavélico de lo que esta corta y última palabra encierra. Y que en su caso particular la prefería, ya que la  señora insistió tanto en que mi madre no se casara con un partido que no era de su agrado, pues según ella mi padre era un trasnochador y un sinvergüenza de primera categoría. Sin embargo, nada pudo hacer la pobre anciana para evitar que un «cafre» le robase su más bella flor, limitándose a decir » el amor es una pendejada y mi hija una pendeja de primer nivel».

El día del velorio mi viejo se vistió como de fiesta. Llevaba el mismo elegante traje negro que usó aquel caluroso día de marzo cuando se casó con mi madre. Una gruesa corbata negra con puntos rojos. Brillantina en el cabello. Lloriqueaba. Recuerdo que siempre la visitábamos mis dos hermanos mayores y yo, y éramos recibidos por la anciana con gran algarabía. Nos regalaba  dulces y otras cosas que extraía de los rincones de la casa con gran sigilo como si se tratase de un tesoro oculto a los ojos perniciosos de los demás, tesoro que había permanecido escondido por mucho tiempo esperando nuestra llegada. Y así empezaba que un carrito para vos, que un soldadito de plomo para este, que una estampita desteñida de la Santísima Virgen de Guadalupe para mí. Esperábamos al acecho, con ansias, la hora del refrigerio, que consistía en unas cuantas galletas rancias y un poco de refresco, y nos preparábamos con los vasos mas grandes, lo cual resultaba un ejercicio penoso para mí, ya que mis hermanos por ser los mayores llevaban siempre la delantera y me rezagaban al último sitio de la espera.

Ah! la abuela, la tierna y blanca abuela y su ritual de repartir el refresco me hizo caer en la cuenta que yo, al igual que mi padre, tampoco era de su total agrado. Mientras a mis dos hermanos les llenaba hasta el copete sus respectivos vasos rebosantes de burbujas, yo tenía que conformarme con ver la mitad de mi gigantesco vaso cargando ese líquido raro y maravilloso tan apetecido, mezcla de muchas cosas y que llamábamos refresco.

Los ojos de la abuela eran azules intensos, los míos café claros como los de mi padre; y quizás por esas diferencias, cuando nuestras miradas se encontraban, quedaba en el aire una especie de aroma a cálices muertos y tormenta. Durante buen tiempo se repitió el ritual de las galletas y el refresco, del gigantesco vaso de refresco lleno hasta la mitad y las azules e intensas miradas de la abuela que anunciaban la tormenta. Al pasar de los años, y por no dejar una rutina a la cual nos ha costado acostumbrarnos, seguíamos visitando a la anciana. Ya no habían galletas y tampoco refresco. Habíamos crecido y nuestros gustos se tornaron mas exigentes. La hora del almuerzo era la esperada y la carrera loca en busca de un recipiente inmenso se había detenido, ordenado. Nos sentábamos a la mesa y nuestra querida abuela nos servía, junto a un ayudante, porciones de manjares de forma equitativa, incluso yo, por ser el menor, tenía algunas preferencias. Mis hermanos callaban.

No sé por qué la extraño tanto. Tampoco puedo entender la sensación que sentí en su velorio cuando, al lado de mi padre, la observaba tendida en su ataúd y solo me vino el recuerdo del «puto e inmenso vaso de refresco lleno hasta la mitad». Pude sentir que a través de la mano de mi padre que me sostenía, bajaba un efluvio de irónica sonrisa mientras observaba fijamente a la vieja, la dulce anciana de los blancos cabellos e intensos ojos azules que nos durmió tantas veces en su regazo, contándonos fantásticas historias como jamás he leído.

(Ricardo Gálvez)